La Pianiste
Entre el sadomasoquismo y la inocencia, la sangre y el amor, se desenvuelve esta historia dirigida por Michael Haneke, sacada del libro de la escritora austríaca, Elfriede Jelinek, donde el placer es el objetivo máximo, tanto para sus personajes como para los espectadores.
El piano como protagonista junto a las piernas de una Isabelle Huppert carente de sentimientos pero ahogada en emociones que traspasan la gran pantalla hasta dejarnos totalmente perturbados y sin fuerzas. Todo es placer del más exquisito, desde las hermosas melodías que salen de un instrumento que actúa como intermediario del deseo entre la profesora de piano (Huppert) y su alumno estrella (Benoît Magimel), para llegar luego al público que admira esta obra.
La seria y en apariencia frígida Erika, guarda una relación extrañamente cercana con su madre mientras se deleita en las tiendas de pornografía y encuentra placer en el dolor. Erika, una mujer madura, comienza una relación platónica con su joven estudiante, quien se obsesiona con ella debido al talento y a la rudeza de esta mujer hermética.
Todo es frío, visualmente frío. Las salas de música, la casa, todo escenario donde se encuentran los personajes despliega una frialdad terrible, que va excelentemente con la personalidad de Erika. Cuando ésta deja llevarse por el deseo y cede a la tentación de crear un vínculo con alguien distinto a su madre, los resultados son aterradores. El cazador se vuelve la presa, y el dominante se transforma en el dominado.
Erika es dura, pero bajo su mirada cruel se esconde una ternura infantil que da ganas de abrazarla. De dejarla sangrar hasta que quede sin fuerzas y tomarla en tus brazos. La relación con su madre es la base de tal comportamiento, que a pesar de parecer un tipo de locura, la razón siempre está presente. Ella sabe lo que hace. Es una mujer decidida que trata de controlar sus impulsos más íntimos agitados por las teclas de un piano, cuando resuena la melodía de Schubert, Chopin o Bach.
La evolución del personaje de Huppert es magnífica, desde su mirada hasta su manera de vestir y de peinarse, que va a la par con la evolución de los distintos planos, por ejemplo, los hermosos planos cenitales que Michael Haneke nos ofrece consecutivamente durante la película. Cómo van evolucionando según se desarrolla la historia, pasando de un plano de las manos de los alumnos, a las manos de Erika, a las de su amante y a un lado sus piernas medio desnudas, sugiriendo la conexión sexual entre ambos, dejando actuar al piano como testigo omnipresente de aquella relación enfermiza.
La disminución del amor hasta su mínima expresión, la transgresión de este concepto hasta llevarlo a lo más banal, dejando de lado todos los elementos que lo vuelven complejo, como si se tratase de un juego de niños, donde Erika es quien coloca las reglas y muestra a su compañero de juego, entusiasmada, todos los juguetes con los que puede desfigurar ese amor inexistente. Darle la forma más vil, más terrorífica, cubriéndolo de dolor, manchándolo de sangre y así liberarse en el placer.
El amor es un juego, es espeluznante y duele, y es esto lo que el genial Haneke quiere hacernos ver. La confusión que podemos tener en cuanto a este término debido a todas las maneras que existen para verlo, hace que no sea posible definirlo como algo general, sino un sentimiento único, sentido y manejado de tantas formas como personas que se atrevan a dejarse llevar por él.
En un universo donde el arte y la violencia van necesariamente a la par, donde no puede coexistir la una sin la otra, Huppert nos regala una de sus mejores actuaciones, llevando consigo el premio a la mejor actriz en el 2001 en el Festival de Cannes.
Y pasaron 16 años para que esta mujer, perteneciente a la realeza cinematográfica francesa, fuese de nuevo reconocida al nivel que merece. Ganadora en los Globos de Oro 2017 como Mejor Actriz Dramática y nominada en la misma categoría para los premios de la Academia por su papel en «Elle» de Paul Verhoeven, Isabelle Huppert y su aparente encanto por la perversión, nos deja deseando más. Esperando por descubrir de qué más es capaz, de saber hasta dónde llega lo retorcido de sus roles y nos obliga a crear una relación similar a la de Erika o Michèle (Elle), ese vínculo entre obsesión y deseo, esas ganas casi involuntarias de verla de nuevo en la gran pantalla, de escucharla hablar con esa voz grave que la caracteriza. Simplemente queremos más de Huppert, mucho más.