Suspiria (2018)
Un coctel espeluznante y necesario de arte, feminismo y terror le da forma a la nueva obra del italiano Luca Guadagnino, (Call me by your name, 2018). Repleta de simbolismos, con una firme fuerza narrativa y actores que van más allá de lo imaginable. Este remake es una fórmula visceral y abstracta, tal y como lo es la Suspiria del genio Dario Argento, filme de culto de 1977.
Una chica norteamericana, Susie Bannion (Dakota Johnson), llega a Berlín a finales de los 70, para ser parte de una reconocida compañía de baile y con deseos de ser instruida por la leyenda de la academia, Madame Blanc (Tilda Swinton), quien es acusada de hereje por una alumna. La experiencia de Susie se ve rápidamente perturbada por particulares sensaciones al bailar, un entorno denso y oscuro y un psicoanalista (Lutz Ebersdorf) que parece tener una misión especial en conexión con dicha academia.
Es muy difícil no comparar las obras de ambos directores, sobre todo sabiendo que Argento no apreció en absoluto la versión de Guadagnino y puedo ver por qué. La poderosa estética de Argento es lo que sobre sale y lo que le da sentido a la obra. Argento se preocupa más por convertir la cinta es un espectáculo visual provocador, con una música que va a la par con la paleta de colores escogida, colores brillantes que hacen que la cinta sea aún mas terrorífica, haciendo de ellos los protagonistas supremos de la película.
Mientras que el film de Guadagnino se concentra en la danza como elemento central, la danza es la extensión y la forma física y pública de los hechizos, de aquellos rituales que se le atribuyen a Madame Blanc y al resto de mujeres que habitan en la casa que están ligadas al baile de una u otra forma. Argento utiliza la danza como excusa, Guadagnino como única razón para ser y para convertirse.
La cinta de cada uno es tan personal que elegir una sobre otra me resulta imposible. Ambas poseen la misma esencia, pero la manera de relatar la historia de cada uno, otorgándole la prioridad a elementos artísticos distintos pero igual de potentes, es lo que los diferencia. Cada una de estas cintas es tan íntima como el último suspiro antes de una anhelada muerte: irrepetible y eterno.
Suspiria, de Luca Guadagnino, es un grito al matriarcado, al poder femenino sin caer en polémicas de actualidad, sino al contrario, abordando temas que han existido desde siempre: la fuerza de la mujer, que, en el caso del film, se interpreta por muchos de manera negativa, vinculando esta fuerza únicamente a la brujería, a la violencia y al abuso de poder.
Para mí, es lo opuesto, a pesar de que en la película se muestre el lado negativo por tratarse de brujas, siento que el mensaje está claro: una mujer poderosa debe ser temida, porque puede y hará lo que quiera con ese poder. Se destila violencia, sí, una violencia que se desata en nombre de los ideales, de las creencias, de las ganas de permanecer siempre a la cabeza de una jerarquía.
Y el ejemplo se nos muestra desde los inicios de la construcción de este film, empezando por sus protagonistas: Johnson aparentemente frágil e inocente se atreve a revelar su yo interno que revoluciona a la academia y Tilda Swinton, la diosa camaleón, eleva la fuerza y el amor de una mujer a un nivel celestial.
Una de las cosas más interesantes es que Swinton, también interpreta al misterioso psicoanalista alemán, y a pesar de que el secreto se mantuvo por un tiempo dentro de la industria, al cabo de unos meses salió a relucir el hecho de que ella se esconde bajo el alias de Lutz Ebersdorf. Y es que, según su director, era necesario y lógico que una mujer interpretase a un hombre, sobre todo siendo éste el único hombre en medio de una obra liderada por mujeres.
Filmada con un estilo fiel a los 70, Suspiria, lúgubre e incómoda, no es para todos y eso es lo que la hace más deliciosa. Es una delicada obra, con manchas gore, destellos de fascismo y un salvajismo misterioso. Una mezcla de elegancia y dominio, como lo podría ser la danza, como lo podría ser Berlín en los años 70, como debería ser siempre el cine.