Breakfast at Tiffany’s
Habiendo escrito esto durante la dudosa “semana de la mujer”, algunos años atrás quise hablar de uno de los personajes femeninos que considero más interesantes dentro de la historia del cine. Muchos verán sólo el lado superficial del mismo, muchos creerán que mi concepto de mujer es una mujer hermosa, interesada en la moda, en las joyas y en los hombres millonarios. Pues no, y aunque este personaje tiene esas características, Holly Golightly, personaje majestuosamente interpretado por Audrey Hepburn en la adaptación cinematográfica de la novela de Truman Capote, Desayuno con Diamantes (Breakfast at Tiffany’s), es simplemente genial.
Originalmente, el director Blake Edwards quería a Marilyn Monroe para este rol, pero quién puede imaginarse ahora a una Holly rubia, curvilínea, vistiendo de Givenchy y derrochando sensualidad por doquier, cuando la imagen de este personaje es una hermosa chica de cabello castaño, delgadísima figura y elegante por sobre todas las cosas. Es sin duda, una de las mejores interpretaciones de Hepburn y uno de los personajes femeninos mejor construidos.
George Axelrod, guionista del filme, convierte al personaje de Capote en uno mitológico dentro del cine, con Hepburn en su mejor forma, representando a una heroína de espíritu libre, extrovertida y extravagante pero perturbada por su realidad, quien se esfuerza de manera incansable por esconder su verdadera situación emocional. Dicha realidad, la lleva irremediablemente a entablar un tipo de relación platónica con el personaje de George Peppard, quien se ve completamente ensombrecido con la sola presencia de Hepburn, así como el resto de los personajes que sólo existen a través de ella, cada uno de ellos atrapados por el carisma de esta mujer, por el deseo que les provoca, y por el goce de simplemente admirarla.
Tras su apariencia fuerte, siempre a la moda y sonriente, se esconde la vulnerabilidad de este rebelde personaje que se debate en cada una de sus escenas entre lo real y lo falso, entre lo que quiere mostrar y lo que realmente es. Siempre en la búsqueda de una nueva pareja para satisfacer sus necesidades financieras, consecuencia de un motivo demasiado noble. Holly coloca nombres cuando quiere y a quien quiere, llama al protagonista Fred cuando realmente se llama Paul, mientras que su gato no tiene nombre, simplemente lo llama «gato».
Habla sin parar para evitar el silencio –y las preguntas-, para combatir todo aquello que puede recordarle el vacío real de su vida, la cual trata de llenar con hermosos vestidos, con sus charlas con un mafioso al que visita y los cafés mañaneros frente a una célebre tienda de joyas. Holly es en realidad una mujer solitaria que intenta llenar con sus excentricismos una vida sin demasiado sentido, de la cual intenta escapar siempre que se ve frente a los diamantes de Tiffany.
Entre la curiosidad que nos causa el saber qué hace realmente Holly para ganarse la vida (cosa que quizás la censura de la época nos oculta), y la irremediable atracción que sentimos al verla cantar una de las mejores canciones escritas para una película, Moon River, de Johnny Mercer y Henry Mancini, escrita expresamente para la cinta y ganadora a Mejor Canción en los Premios de la Academia de 1961 y luego ganadora del Grammy como Grabación del año, hacen de éste un filme de culto, captado en los colores más lindos que Edwards puede ofrecernos.
Frágil y perfecta, Audrey Hepburn eleva la locura de una mujer hasta un nivel de elegancia y carisma infinito que sólo puede ser de ella. Una cinta considerada como una comedia, que no es más que el susurro tímido de las entre risas de sus espectadores al enamorarse de Holly, quien, tras sus gafas negras y largos cigarros, esconde inseguridades dolorosas que únicamente un diamante de Tiffany’s puede disimular.